Quinto día de cuarentena (en este diario).
Nos hemos levantado tarde para cocinar un desayuno irlandés completo con white y black pudding, champiñones, tomate a la plancha, bacon, huevos revueltos, beans con tomate, tostadas y té.
Es el año 2020. La nueva brecha social la representan los que tienen balcón y los que no.
Ayer por la tarde publiqué el primer cuento de Hasta que el cuento aguante, una antología viva (viva porque vivirá seguramente el tiempo que viva el virus) que ha empezado a circular impulsada por Julio Cortázar (lo cual me alegra), recomendado por un escritor al que admiro y respeto.
Rezo. Para no quedarme sin café en grano.
Ya puedo decir que mis escritores preferidos (vivos) se han prestado a colaborar en el divertimento. Por un lado quiero que pasen los días para dar a conocer las recomendaciones, pero al mismo tiempo empiezo a no querer que el confinamiento termine para que dé tiempo a publicar todos los cuentos. Esta contradicción me asusta un poco.
A. y yo vimos pasar un perro suelto por la calle y a varios vecinos haciendo lazadas de cowboy para cazarlo. Sigo lavándome los dientes. Y las manos. Me visto cada mañana y espero a que sean las 20:00 para salir a la ventana y aplaudir, quemar calorías, que quemen las manos, decir algo sin decirlo. Muchos aplauden en homenaje al personal sanitario. Yo aplaudo porque las 20:00 son el nuevo horizonte.
Ha pasado por la calle un chatarrero zigzagueante empujando un carro metálico que se ha quedado mirando a un transeúnte solitario que llevaba mascarilla, guantes y gafas de sol.
—¿Qué miras, hijo de puta? —le ha dicho el transeúnte al chatarrero.
Necesitamos un horizonte.
Va a ser gracioso descubrir que la cuarentena era un sueño de Antonio Resines.