He salido de la cueva. Y volveré a hacerlo.
Hoy me he levantado muy tarde, atrapado en una vorágine de sábanas y sudor. Me he metido en la ducha, porque la pena se va como la roña (esto último lo he leído recientemente en algún sitio, pero no logro recordar dónde) y después de desayunar un café con leche y medio paquete de galletas de canela he salido a la calle a por pan y aire fresco. He caminado un buen rato hasta decidirme a entrar en una pequeña galería de arte que antes era una iglesia. Sobre los muros y en las balconadas interiores había tendidos enormes tapices de esparto y piel sintética, pero lo primero que he visto al entrar ha sido una montonera de abrigos y carpetas enormes tirados en el suelo en medio de la sala. He rodeado el montón de prendas con paso lento y admirado, a medio camino entre el torero que se recrea en la ovación y el entomólogo que observa con fascinación y cierta desconfianza una nueva especie de insecto. A los pocos segundos he levantado la mirada para comprobar que no estaba solo. Tres personas más paseaban por la sala —antigua nave principal del templo— contemplando boquiabiertas y móvil en mano la estructura de neón que ocupa el espacio del altar mayor. No he tardado mucho en caer en la cuenta de que aquellos tres paseantes, dos chicas y un chico muy jóvenes, eran los dueños de los abrigos y las carpetas de dibujo que había visto expuestos en el centro de la sala. Parecían estudiantes de Bellas Artes, de primero o segundo curso, y aquella era seguramente su primera gran obra. Yo, al menos, la había disfrutado, así que antes de verlos recoger sus cosas del suelo he salido de allí pensando que ahora, desacralizada, la iglesia es un espacio tan hermoso que elevar un objeto a la categoría de arte es, más que nunca, responsabilidad de quien mira.
Hasta aquí mi primera salida de la cueva. Ahora bajaré a tirar la basura.