Soy miope. Me quito las gafas mientras camino. Diez, veinte metros. Y me las vuelvo a poner. Durante esos segundos recuerdo la fugacidad de la vida y siento la inminencia de la muerte. Los cuerpos informes, una masa que se mueve, un mundo desconocido.
Por la noche, la luz de las farolas es inmensa y el piloto de luz roja de la alarma del coche parece una brasa, una brasa incandescente y redonda como una luna. Por la noche, vivir es un riesgo si eres miope y no llevas gafas. Quizá es por eso que merece la pena quitárselas. Diez, veinte metros, sin detenerse.
Conducir también es un riesgo si eres miope y no llevas gafas. Sujetas con fuerza el volante, el pie firme sobre el pedal del freno con la fe del que se ajusta el cinturón a doce mil metros sobre el nivel del mar. Y liberando una mano te quitas las gafas.
Sientes las vibraciones de los neumáticos, sigues mentalmente las líneas blancas de la autopista que ya son grises y que dibujas mentalmente con el recuerdo o con la imaginación. Ves cómo el coche que antes iba delante tuya ya no está delante ni detrás, aunque está. La luz de los focos se ablanda hasta el punto en que deja de existir la distancia. Todo se mide de otra manera. Descubres que hay otra forma de medir y de mirar, que es dejando de hacerlo. Y sigues.