Nunca he logrado escribir un diario. Cuando era pequeño, pronto mostré ciertas inclinaciones literarias y no era raro que alguien me regalase un diario, de esos con sus renglones bien dibujados para evitar torcerse al escribir y no acabar el día antes de tiempo. Yo los coleccionaba, agradecido, y los utilizaba para dibujar fantasías, pegar recortes, escribir alguna frase de vez en cuando y seguir con mi día a día como si nada hubiera cambiado. Eso sí, comenzar un nuevo diario era siempre un acto litúrgico. Soy una persona dada a los rituales, a esos pequeños rituales cotidianos que supuestamente uno debería registrar en su diario. Levantarme de la cama, hacer el café, encender el ordenador, desnudarme, no son acciones involuntarias sino verdaderos rituales que llevan su tiempo y su dedicación. Bernat Castany ha escrito que «las primeras veces que Borges oyó hablar de la eternidad fue cuando su madre, de niño, le decía, a la hora del desayuno: Niño, no te eternices». Seguramente solo me parezco a Borges en esto, pero en esto me parezco hasta límites insospechados.
Una amiga mía prefiere utilizar la palabra procastinar, pero decir que soy «dado a los rituales» me hace sentir menos culpable. De hecho, uno no debería sentirse culpable por algo que le sucede a tanta gente. Todos hemos sido ritualistas alguna vez en nuestra vida, aunque sea comenzando en septiembre, con nueve o diez años, esa libreta nueva y flamante en cuya esquina superior escribíamos la fecha con una limpieza ingenua, precaria y efímera. Pero ese ritual de infancia yo lo eternicé, como otras tantas cosas, y todavía empiezo un cuaderno nuevo con la ilusión de que mi letra cambiará, que esta vez será más legible y espaciosa, que mis ideas serán todas frescas y ordenadas. Hasta el día siguiente. La verdad es que pasa poco tiempo hasta que me rindo. Y entonces el diario deja de ser un diario y se convierte en un cuaderno cualquiera. Un bloc de notas, un cajón de sastre, una libreta de apuntes, incluso una agenda. Cualquier nombre vale ya para ese amasijo de proyectos abortados y días discontinuos.
El problema, como siempre, es pensar demasiado. Si llego a mi casa borracho y no atino a escribir nada en el diario, sino que me esfuerzo al día siguiente en recordar lo que hice ayer, ¿puedo llamarlo diario? Si llevo el diario en la mochila y tengo la necesidad de apuntar el número de teléfono de un restaurante o el horario de un museo, ¿puedo llamarlo diario? Si empiezo contando lo que me ha pasado durante el día y termino con el comienzo de una novela que nunca escribiré, ¿puedo llamarlo diario? Estas gilipolleces me han hecho cargar con tres o cuatro cuadernos distintos que debían tener funciones distintas, pero que acababan confundiéndose entre ellos, mezclándose las tintas en un ejercicio traicionero de mestizaje literario. Siempre he tenido la sensación de que, cuando no miro y las libretas están a lo suyo en la maleta o en los bolsillos de la chaqueta, entonces las palabras saltan de un lado a otro. Las frases que copio de los libros se escriben en la agenda de teléfonos, los números se mudan al cuaderno de los proyectos literarios, las ideas para algún cuento se desplazan hasta acabar en el registro de mis días. Eso sin contar las páginas en blanco: las olvidadas y las abandonadas. Uno puede no escribir una entrada de su diario de forma voluntaria, y esta omisión del tiempo no tiene por qué influir en la continuidad del diario. Sin embargo, si dejo por error una página en blanco y empiezo a escribir sobre un día en la siguiente, ¿puedo retomar la página anterior? ¿Se puede viajar en el tiempo y seguir llamándolo diario?
Todo es muy complejo. Me distraigo, eso es un hecho. Una extraña fuerza invisible me aleja del día a día. De la lista de la compra y de las facturas pendientes. Del diario, vamos. De hecho, este Café Con/suelo debía ser un diario, aunque yo ya empecé a escribirlo (con buena letra e ideas ingeniosas, qué duda cabe) sabiendo que ningún diario mío puede ser diario. Algunos lectores me lo recuerdan de vez en cuando, como Jesús, anoche, cuando me dijo que últimamente Lector salteado estaba un poco flojo. Yo sé que se refería a este diario, y en parte por eso estoy aquí. «Veinte líneas al día, sean geniales o no», se dijo Harry Mathews. Pero no soy Harry Mathews y tendré que vivir con la culpa de ser más incendiario que diario, de ser el autor de unas memorias que escribirá algún día alguien olvidado.
GENIAL, como siempre, Mario y, es curioso, me he visto retratada en esa descripción de tus afanes por dejar constancia de tu día a día…
Sí, tengo «diarios infantiles, adolescentes, maduritos…» ,pero, ahora (bastante mayor), aunque me compre esos cuadernos, sólo me quedan ganas de agradecer y vivir sin escribir. GRACIAS
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Maite, qué gusto que te hayas visto retratada. «Agradecer y vivir sin escribir». Me encanta. ¡Gracias a ti!
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