En la infancia parece que todos tienen el poder del lenguaje menos tú, pero de eso te das cuenta demasiado tarde. Solo aprendemos a nombrar nuestras vivencias de infancia mucho tiempo después, con la distancia, con el extrañamiento, desde la lejanía. Nunca estamos más lejos de nuestra infancia que cuando tratamos de acercarnos a ella como adultos. Esa lejanía de uno mismo —su registro— es la forma por excelencia de la escritura. Cuando ensayo mi vivencia en palabras estoy de alguna forma dándome la espalda, empujándome al fondo del mar y mirándome desde la superficie del agua con los ojos irritados por la sal y los párpados mecidos, mareados por las ondas de mi propio impulso hacia lo más hondo. (En el fondo del mar un espejo). Estas ondas que me nublan la vista son las huellas del alejamiento, ¿o son los trazos de la escritura, esos renglones retorcidos que no logro enderezar? En la superficie del agua estoy yo, está mi lenguaje, está mi escritura. En el fondo del mar, agarrando con sus puños la arena, estoy yo, el niño, en silencio.
Imagen: Michaela Skovranova, Dreams/Reality, s. f.