15. Me gusta. Me encanta

Café Con/suelo

En algún momento oigo una voz que me dice: «Las redes sociales favorecen una vida más auténtica». Me paro en seco y dudo, pienso un poco, sigo existiendo. En Instagram ponemos lo mejor de nosotros, en Twitter lo peor. Facebook es un juego de veladuras que cobra mayor interés por lo que no se muestra que por lo que enseñamos, por los silencios que por los gritos, los manifiestos, las consignas. Quienes hemos asumido la presencia de las redes sociales con cierta reticencia –más aún quienes lo han hecho con abierto rechazo– hemos pensado de forma natural que estos nuevos espacios acabarían por destruir la idea de intimidad y ese mundo nuestro basado en el diálogo extraño, artificial, sordomudo, entre lo público y lo privado. Pero, ¿y si ha ocurrido todo lo contrario?

Desde que se empezó a cobrar por las bolsas de plástico, sobre todo en los supermercados, me he acostumbrado a cruzarme por la calle con gente cargada de alimentos y útiles de toda clase y condición. No es raro ver a un chaval que camina agarrando con desesperación un par de aguacates, una barra de pan, un mocho de fregona y varios cartones de leche. Vemos sin problemas que una mujer abraza con gran esfuerzo tres o cuatro naranjas, una caja de compresas, dos latas de cerveza, una bolsa de ensalada y un par de plátanos aún verdes. Nadie se sorprende si en la parada del autobús hay un señor esperando con un paquete de papel higiénico en una mano, y en la otra un sobre de jamón cocido, un tubo de pasta de dientes y unas latas de atún.

En otros tiempos sin redes sociales esto nos podría parecer impúdico, obsceno, inverosímil. Sin embargo, plataformas como Facebook nos han enseñado a comprender y aceptar las intimidades del otro (sus viajes, sus hijos, sus mascotas, sus logros, algunos de sus fracasos, sus aniversarios conyugales, sus relaciones laborales, sus aficiones y, al fin, sus compras) como si fueran nuestras. Las redes sociales han propiciado una autenticidad nada desdeñable que nos permite ahora mostrar sin tapujos los productos que consumimos. Gracias al exhibicionismo enfermizo de redes como Instagram podemos pasear felices haciendo equilibrio con una piña, una crema de calabaza ecológica, una caja de cereales, un bote de champú y una lata de alcachofas. Por fin podemos ser auténticamente auténticos.

Ahora bien, por naturaleza soy un tipo desconfiado y me surge una duda. Una inquietud, más que una duda: ¿y si la lista de la compra, como un muro de Facebook, es también un juego de veladuras? ¿Y si la gente empieza a poner filtros sobre los productos que consume? ¿Y si empezamos a editar nuestras propias necesidades diarias? No es inimaginable ver a un tipo que nos mira de reojo para saber si hemos notado la talla de los preservativos que acaba de comprar; a una mujer que trata de esconder entre los tomates la crema hidratante de marca blanca y la mantequilla de cacahuete con aceite de palma; o a un señor que, calculando al detalle el orden de los productos que carga entre los brazos, como en una pirámide, ha colocado en la parte más visible una botella de vino gran reserva para compartir con sus amigos el buen criterio de su elección.

Nadie duda de que no son lo mismo las carnes procesadas que el pollo de corral, el bimi o el kale que un vulgar puerro, la cerveza artesanal que la cerveza a secas, la mortadela que el jamón. Mucho se ha hablado de la cantidad de información que nuestra basura puede desvelar, y es cierto que mis residuos son un libro abierto para cualquiera que esté interesado en mis hábitos, gustos, usos y costumbres. La CÍA lo sabe todo de nosotros porque agentes de incógnito rebuscan en las basuras, pero aquello que todavía no es basura ni residuo, aquello que habita el limbo del consumo –porque ya es nuestro pero aún no hemos terminado de procesarlo–, eso es Big Data en bruto, información pura susceptible de ser interpretada, copiada y manipulada.

Además de un hipotético gusto, en los productos biológicos, el tamaño ahorro, la oferta de última hora, el envase de plástico o el jamón de bellota hay mucha política y mucha economía. Pronto habrá agentes de la CÍA apostados en los alrededores del Lidl y del Carrefour para fotografiar con enormes lentes los productos que cargamos con prisa, en ese universo en expansión que separa la bolsa de plástico de esa otra bolsa de papel o de tela. Mientras no haya bolsa, seremos libros abiertos. Si considero la opción de que el uso masivo de las redes sociales nos haya hecho evolucionar hacia una forma de interacción más abierta y directa, entonces mi lista de la compra puede ser un testimonio o un informe pericial: objetiva, fiel, honesta, sincera. En cambio, si pienso que a todos nos influye el juicio del prójimo, entonces quizá me plantee gastar unos euros de más en esas zanahorias de cultivo ecológico, quizá hoy no necesite esas galletas tan infantiles, quizá decida acostumbrarme al pan de espelta, repudie el alcohol, olvide el café torrefacto, me acostumbre a cocinar sin aceite, apueste por el aroma a lavanda y me quite el azúcar.

De nuevo oigo una voz que me dice: «Las redes sociales favorecen una vida más auténtica». Me vuelvo pero no hay nadie. Serán cosas mías. Sigo caminando y me encuentro con varios compradores que acaban de salir de un supermercado que hay al lado de casa. Cargan un buen número de productos y yo me tomo el tiempo y la confianza para observarlos: sal baja en sodio, salchichas cocidas, gel de baño biodegradable, tomates cherry, desodorante sin aluminio, espárragos trigueros, gamba blanca congelada, cacao soluble… Yo sonrío, acabo de salir del supermercado y repaso mentalmente lo que llevo entre las manos. Creo que he hecho una buena compra. Me relajo y sigo observando los productos que cargan algunos transeúntes que acaban de completar su lista de la compra. Hay de todo, la verdad. Algunos me parecen despreciables y otros bien podrían ser mis amigos. Sigo observando. Me gusta. Me encanta.

 

 

Imagen: Andy Warhol, Campbell’s Soup Cans, 1962

 

 

 

3 comentarios en “15. Me gusta. Me encanta

  1. Pasa una cosa muy divertida con todo esto. La amabilidad de la lista que describes (baja en sodio, aluminio y grasas) es la misma que gasta la izquierda actual, tan abonada a la corrección política. Es la misma que hace del feminismo, por poner un ejemplo extremo, un dogma con el que hay que comulgar sin cuestionar demasiado qué significa o en qué consiste realmente (¡quién no se reconoce feminista! [-disculpe, señor, ¿qué es ser feminista? -ah, no sé, a mí no me pregunte], ¡quién sería capaz, en los tiempos que corren, de no enarbolar la bandera de la igualdad!, ¡qué hombre, que me entere yo, no hace la comida!) o a la que hace unos años le entraba urticaria al leer chistes de minusválidos, víctimas del terrorismo o muertos (el camarada Echenique ha hecho mucho por la causa, supongo). Lo que se percibe como moralmente bueno, como por ejemplo el feminismo (que no digo yo que no lo sea), se asume y no se cuestiona; automáticamente pasa a ser un mandamiento más en nuestro decálogo de jóvenes guays de izquierdas. Lo que se percibe o se nos impone como nocivo para la salud nos produce rechazo y lo ponemos bien escondidito donde nadie lo vea, al fondo de la pirámide de alimentos con la que cargamos en el súper para que nadie se entere de lo mucho que nos jugamos la vida con la dieta. Que nadie vea los donust que llevo, que ya me los comeré yo doblaos en mi casa. Y así, todos estamos de acuerdo en que el machismo es nocivo para una una sociedad que busca la igualdad, igual que el aceite de palma es más malo que mil demonios si queremos mantener una dieta sana. ¿O quién tiene huevos a decir que no es feminista o que se bebe el caldo de los mejillones en escabeche? Porque yo no. Está de moda esculpir michelines hasta convertirlos en abdominales apetecibles, vistosos y bien duros. Como los de Pedro Sánchez. Está de moda convertir esquinas en chaflanes, limar aristas para que no sean demasiado ásperas y suavizar los discursos para que no hieran demasiado la sensibilidad de los sensibles. Los pedos, amigo mío, se tiran con silenciador. Ay, Mario, Mario. Convendrás conmigo en que todo esto bien se puede resumir en dos preciosos monosílabos: PO-SE. La lista fat-free que describes responde a la imposición del culto a la imagen (¿el miedo impuesto a la muerte?); la corrección política, quizás, al miedo a ser juzgados como enemigos de Lo Bueno; el miedo a que nos tachen (socialnetworkingly hablando cuando más, claro) de fachas o gordos sebosos. Y digo yo: si nuestra dieta es un juego de veladuras, como dices en el artículo, y este juego de veladuras, al igual que la corrección política, tiene su origen en el marketing y en el postureo, ¿no estaremos, amigo mío, convirtiendo la izquierda en un objeto de consumo que, como todo producto, su destino último es figurar en una foto de Instagram? Ay, ay, ay.

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    1. Querido Ricardo, no puedo estar más de acuerdo con tu comentario, tan inspirado. El exhibicionismo casi pornográfico de nuestra compra, las ‘stories’ de Facebook, las uñas postizas y los filtros de Instagram están acabando con la verdadera izquierda, como los seudónimos que utilizan palabras tan aleatorias como Ricardo, ceniza y granja. Abrazos sinceros, John Malkovich.

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