En una de las fastuosas salas de la Casa de América en Madrid, Patricio Pron y Juan Villoro inauguraron el Festival Eñe conversando el lunes sobre algunos de los vínculos posibles entre fútbol y literatura. Después de interesantes anécdotas y conjeturas relacionadas con los locutores de radio, los ex-jugadores argentinos que abren parrillas en México o la violencia dentro y fuera de los estadios, ambos escritores pasaron a pensar las diferencias sociales y emocionales entre las aficiones deportivas de sus respectivos países de origen. Particularmente: las aficiones del Rosario Central (Argentina) y del Necaxa de Aguascalientes (Ciudad de México). Los argentinos son más fieros en las gradas, los mexicanos más pacíficos; los argentinos son eternamente leales, los mexicanos más volubles, etc.
En un punto, Villoro recordó al filósofo mexicano Jorge Portilla y su libro Fenomenología del relajo, publicado en 1966. El relajo, en México, sería la fiesta, la celebración. Según el Diccionario Académico, relajo significa: 1. «Desorden, falta de seriedad, barullo»; 2. «Holganza, laxitud en el cumplimiento de las normas»; 3. «Degradación de las costumbres». En Cuba, México y República Dominicana: «broma pesada». En Cuba y Puerto Rico: «juerga, jolgorio». Ni juntando todas estas acepciones podríamos hacernos una idea aproximada de lo que significa el relajo. Sin embargo, lo más importante del relajo –se supone que está dicho en algún punto del libro de Portilla– es que en un momento u otro el público pase a convertirse en su propio espectáculo.
Esto Villoro lo dijo a propósito de una afición futbolera como la mexicana, que está acostumbrada a apoyar con inconsciente estoicismo a equipos que no suelen dar la talla. Por eso la grada debe convertirse en su propio espectáculo, por eso el partido debe pasar a un segundo plano fundido en negro para que la afición pueda beber, corear, bailar, agarrarse a golpes o celebrar la amistad con efusión desmedida. De este modo el fútbol importa mucho menos que la afición por el fútbol. El partido sería, a todas luces, un pretexto.
Me pareció que esta reflexión de Portilla –o de Villoro– no era especialmente original o compleja, pero tenía en la sencillez de su enunciación una fuerza verdadera que pronto traspasó en mí los problemas del fútbol, que conozco poco y que, por lo general, me importan aún menos. «El público se convierte en su propio espectáculo», como en el mito de Narciso. La idea era clara, concisa, perfecta. Más una imagen que una idea. En ese momento, los querubines dorados y los frescos saturados de color de la sala Simón Bolívar conspiraron para inocular en mí un pensamiento malicioso. ¿Qué diferencia real había entre esos hinchas mexicanos y estoicos de un equipo sindical de electricistas como el Necaxa –soportado ahora por los trabajadores japoneses de la planta de Nissan en Aguascalientes– y los acérrimos defensores de las tantas causas justas, imprescindibles, impostergables y decisivas que ocupan hoy en día todos los espacios posibles?
Ante cualquier tipo de extremismo o afición desmedida siempre me he preguntado hasta qué punto un individuo está plenamente convencido de lo que defiende, o si no será que llegado el momento se entra en una rueda cuya inercia es imparable. Hoy sospecho que nadie está libre de acabar en ese callejón sin salida. El mismo Villoro «le va» al Necaxa –como dicen en México– porque de pequeño todos en su calle seguían al equipo, y en este punto da igual si el Necaxa sabe o no que el balón debe entrar en la portería. Cuando uno hace de una Gran Causa su vida, ¿hasta qué punto no puede ya renunciar nunca más a ella porque eso significaría renunciar a su propia vida? ¿Hasta qué punto se acaban identificando la vida y la causa, la afición y el espectáculo? ¿Qué pasa cuando el defensor acérrimo de una causa justa, imprescindible, impostergable y decisiva se convierte en su propia causa? Quizá lo que ocurre es que la causa pasa a un segundo plano fundido en negro para que sus defensores puedan beber, corear, bailar, agarrarse a golpes o celebrar la amistad con efusión desmedida.
Imagen: Fairbanks y Chaplin durante un mitin en Wall Street, New York, 1918